Zidane se movía con la gracilidad de un bailarín. Cada gesto suyo era pura maestría y sofisticación técnica, él orquestaba el juego con inspiración divina. Sus pases eran una obra de arte, como pinceladas magistrales en un tapiz futbolístico. Su presencia significaba una fuerza sobrecogedora, que galvanizaba a sus compañeros y hechizaba